La actitud filosófica versa en el escudriñamiento
de la existencia humana como objeto que ha recaído en el drama, es decir, como
objeto de sensaciones y reflexiones, sean ventajosas o no. Objetivarse implica
un estadio de reducción en la que se ven explicitadas algunas capacidades
mentales – cognitivas – del hombre para aspirar al conocimiento exacto de sus vivencias. Al mismo
tiempo, conocer sus vivencias presupone la búsqueda o, sin duda alguna, el recuerdo del sistema de creencias en los
cuales uno se ha movido conceptualmente para saber (o ser) quién es hasta ese
instante. De este modo, la filosofía muestra su lado más científico: realiza un
análisis de la existencia desde tests
sobre uno mismo, lo que significa inquirir sobre el porqué de los
comportamientos que uno ha asumido a lo largo de su vida conciente y
no-conciente. El alcance de ello, en efecto, desborda condiciones que le son
inexplicables a uno si es que solo se piensa desde sus actos o propiedades
puramente personales; necesita considerar que el mismo cerebro suyo – con el
cual está discrepando y, en consecuencia, dialogando
– es social. No hay forma de conocerse si no es en un receptáculo capaz de ser lo que está debajo para que a uno le sea
asequible saber quién es, de lo que deriva que muchas de sus hipótesis
mentales, por las cuales delibera y decide, son relacionales. Aquello puede ser
interpretado como pensamiento, otros le llaman mundo exterior (experiencia),
prefiero llamarlo vida.
A continuación, se expondrán
algunas posiciones en lo que concierne la interrogante siguiente, a saber, si
los estados mentales son producidos de modo personal o relacional. Por un lado,
considerar que las creencias, deseos y todos los demás estados del discurso
mental siempre son personales e internamente exactos, corresponde obviamente a
un sentido de libertad más austero y rebuscado. En contraposición, las
propiedades mentales, para otros, son relacionales, y creer ello significa que
hay una realización plural de nuestras deliberaciones sobre nuestras
experiencias: la dimensión negativa estriba en que a uno le harían sujeto de
esos estados psicológicos, y no al revés. La tesis central es que, así como un
juego cromático, no podemos encerrarnos con una sola postura en un campo
temático aún probabilístico, como si fuera el blanco o el negro, sino que
tienen que evaluarse todos esos puntos grises
que se han expuesto. Comencemos.
Afirmar que las propiedades del
hombre son relacionales, en mayor grado, pone de relieve, en primer lugar, el
conjunto de temas aprehendidos por cada uno, porque este no sería tal sino por
el mismo sistema educativo que enseña aquello que debería saber. La
concatenación de los tipos de información recibida, ciertamente, se elaboran
mentalmente, y así uno podría ser canalizado a gustos particulares, como la
afición a la biología (por haber llevado materias de física y filosofía en el
colegio, digamos) o al fútbol (por haber visto programas deportivos de televisión
y demostrar un talento en educación física, también en el colegio). Pero, en
rigor, ¿los estados mentales serían propiedades relacionales? Si entendemos
aquellos como características aprehendidas desde la interpretación de dos sujetos,
la elucidación de la misma aún sería oscura para cada uno, no habría forma de
mentalmente conocerse a uno mismo si no es por el otro-intérprete. A nivel racionalista,
sí habría voluntad para conocernos a nosotros mismos, y así, propiedades
mentales únicas que introspectivamente llegan a obviar toda corrección por
parte de otra persona. Es más, el representante fundamental, Descartes,
aseguraba que las fórmulas en sí mismas de nuestra existencia humana, por la
racionalidad misma de cada uno, podía llegar a ser verdadera y a expensas de un
espacio social vivido. De aquí que Husserl, en discrepancia a esa postura cartesiana, señale que la reducción de los juicios de uno a que sean
trascendentalmente propios solo se da a nivel formal, para la definición de uno
mismo, pero que relega la facticidad
de uno mismo, la condición de hombre emotivo-social. Así, con su método de
reducción trascendental, suspende todo lenguaje privado en medida en que el
estadio al que se llega radica en uno sin pensamientos ajenos, solamente
realidades vividas por él, en donde alude a la intersubjetividad, pues uno se
encuentra con otra persona – otro sujeto trascendental – con las mismas
facultades tanto para conocer (te) como para conocerse a sí mismo, en este
carácter fáctico-trascendental, en las circunstancias que se originan en la vida
de nuestras conciencias.
En otro sentido, todos los
estados mentales, sin excepción, son relacionales: esa es la postura del
conductismo. Aquellas que buscan la relación – intencional – de uno con un
objeto para representarlo (saber de aquel nominal-significativamente), aquellas
que se remiten a las situaciones en las que uno ha estado postrado (volviéndose
fenómeno); todas serían propiedades relacionales, porque el pensamiento de
ellas obliga a conducirlas a un contexto, y a partir de ello, ya hay un uso,
por lo cual hay una intención de que cada
cosa que pienso sea interpretada por otro. La posición más conocida es la
de Wittgenstein, quien critica a Descartes con respecto a cómo es que éste
pueda afirmar que hay un lenguaje privado-mental que es, no solo descriptivo,
sino cognoscitivo. Dicho de otro modo, el austriaco no cree que uno pueda
entreverarse en un lenguaje privado porque, desde la misma clasificación de los
objetos por símbolos aludo a una coyuntura, a un entorno propenso a ser
interpretado coyunturalmente, porque uno elaboraría un juego del lenguaje que
constantemente necesita ser evaluado: el único que podría decirte que estás
diciendo lo mismo de tal cosa (como lo habías planteado anteriormente) es otra
persona. Por ejemplo, se me ocurre llamar a todos los celulares “gudshick”; si es
susceptible que alguien revele la regla
de mi lenguaje (que llamo a los celulares “gudshick”) entonces ya no habría
manera de que este siga siendo un lenguaje privado. Así, desde las sensaciones
publicitadas por el lenguaje, Wittgenstein asegura que es imposible considerar
las propiedades mentales de corte monádico (internas) sino relacional.
No obstante, con este mismo
argumento, el austriaco habría roto con el conductismo clásico, pues sí se
apertura a admitir la existencia de sensaciones
privadas, tal como el dolor de
uno que, pese a la negativa de cualquier doctor, puede sentirlo. De hecho, esta
posición converge con la idea naturalista evolutiva que, desde la selección
natural, hay en el humano habilidades psicológicas, y así, se obstruye el camino
conductista a reducir todo a un cerebro social. Menciono dos de estas. Por un
lado, se encuentra la capacidad metarrepresentacional de cada humano, que lo
hace capaz de, desde edades muy tempranas, poder generar creencias tanto sobre
las creencias de uno mismo (metacognición) como de las de otro (lectura de
mentes ajenas). Esta se ve complementada por la recursividad tanto epistémica
como lingüística. Desde Chomsky, se tiende a aceptar que la facultad de
lenguaje es innata, a partir de la evolución del hombre de elevar a conciencia
símbolos (significantes) y contextos (pragmática o competencia lingüística para
producir enunciados, y sintaxis) en los que la comunicación oral era esencialmente
determinante y diversa. La recursividad epistémica, por otro lado, es aquella
facultad psicológica que me permite deliberar en más de un grado, es decir,
poder tener creencias de creencias (creencias de segundo grado o meta-creencias).
Estos mecanismos permiten decir que los estados mentales aparecen desde una
construcción mentalista, subjetivante o solipsista, que no aúna la estructura
social para sus posteriores conceptos. Así, el determinismo biológico auxiliaría
la posición a que las propiedades mentales son monádicas, y sin embargo, esto
deja de ser cierto cuando se tiene en cuenta que estas facultades, aunque estén
prefabricadas, no se activan si no es en un medio social.
Por lo tanto, lo que
cotidianamente nos lleva a considerar que nuestros estados mentales son
internos, solo nuestros e imposible que el otro los sienta, merece ser cuestión
de debate. Es, pues, paradójico que uno opte por la primera opción, a saber,
que todos ellos son relacionales, si es que hay una disposición deliberativa –
interna – para haberse adjudicado esa idea. Por otra parte, que estas fórmulas sean
en sí mismas, desde la procesión biológica que se pone en evidencia, también
resulta ser imposible. Veamos el caso del color: se necesita de la fuerza de la
luz, la percepción de un objeto hacia mi retina para la ulterior evaluación del
cerebro para atribuirle el color rojo a ese cualquiera. Análogamente, se
necesita evaluar la captación semántica de lo que uno predica de sí mismo:
decir “estoy bien” (estado mental) requiere de una interpretación tal como si
uno mismo fuera otra persona, como también la fuerza de la cooperación, del
otro presente al cual se le transmite que uno está bien, para corroborar su
seguridad.
Es cierto, es abusivamente
arbitrario de mi parte decir ello, sin embargo, sospecho que los trabajos
psicológicos sobre el lóbulo frontal pueden verificar mi idea. En efecto, el lóbulo
frontal atiende a que nuestra memoria autobiográfica sea constantemente
modificada, quizá voluntariamente, quizá no, pero que permite el cambio de
paradigma con respecto a lo que uno sintió en X evento. En otros términos, si
cuando recordé X estaba muy feliz, genero un juicio positivo sobre aquel; no
obstante, si estaba enojado conmigo mismo, y se me viene a la cabeza X, lo
recordaré desde el sentido positivo al que lo ligué, y en consecuencia, me
animo por ello (Cfr. http://www.youtube.com/watch?v=r5M018pEkL4&feature=youtu.be). En breves palabras, los estados mentales
evocados se guardan con su presente:
toda disposición afectiva viaja a través del cerebro de uno cuando aprendemos
quiénes somos, o mejor dicho, cuando deliberamos sobre nuestros estados
mentales.
A manera de conclusión, habría
que agregar que se ha situado, en la mayor parte de este texto, a los estados
mentales en proposiciones sobre el pasado y presente de uno. La agencia humana,
pues, nos muestra que la mentalidad de de cada uno no evade el pensamiento
sobre las posibilidades futuras, sobre el relevo de aquello que somos –
sociales – con aquello que estamos siendo – mentalistas, internos -, para
aprender solitariamente sobre uno mismo. Formalmente, lo que aflora es un
concepto de uno, mas no la esencia misma, pues aquello que debe ser permanente,
de esta manera y de ninguna otra, es
el desarrollo de una mente social, que desde un comienzo
individual-fisiológico, pueda expandir su saber a los demás, lingüísticamente e
idealmente. Ciertamente, los escenarios mentales que cada uno logra hacerse
involucran frecuentemente la presencia – de corte hipotético – de otra persona
u otro objeto. Como opinión personal, la propiedad totalmente monádica
recaería, sin duda, en el correlato físico sobre la deliberación: la red eléctrica
neuronal que se comunica sería lo más cercano a un lenguaje privado, pero que
nos da, eventualmente, información dispuesta a ser exteriorizada. El objetivo último consiste, pues, en que dejen de residir dentro de uno mismo (neurológicamente) y sean aprehendidos por la razón y el lenguaje
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