sábado, 19 de noviembre de 2011

Sobre la muerte del nombrado

«El Sr. Marlon ha muerto». De modo instantáneo, esta frase me puede complicar la guarida intelectual en que he estado viviendo (sobre todo porque mi nombre es Marlon, y, por ello,  conozco al Marlon – o lo simulo – de la proposición). Pero, ¿”Marlon”, “señor Marlon”, ha muerto? ¿Qué es lo que sucede en esta oración? Se está explicitando que el Sr. Marlon ya no existe según el saber acerca del mundo (presuponiendo, claro está, que lo que se dice no es engaño), o mejor dicho, el portador del significante “Marlon” ha dejado esta realidad. Sin embargo, decir que el significado de Marlon ha muerto es impensable, y no sólo porque aún utilizamos de forma aislada a “Marlon” para este tipo de estudios, sino que, a través de los usos lingüísticos ulteriores, el Sr. Marlon existe como concepto mental. Piénsese la inexistencia del significado de Marlon: ¿cómo sería posible, entonces, decir «Marlon ha muerto», si es que ahí mismo se presupone lo que denota «Marlon»?
Los nombres devienen de la asignación de un conjunto de fonemas articulados para designar a un objeto o particular. Esto es posible si el mismo objeto tiene un sentido en la realidad, el cual se lo ‘gana’ mediante el empleo de su significante. Es decir, se correlacionan su significado y su significante para adquirir sentido una palabra, como se dibuja en el huevo acerca del signo lingüístico de De Saussure. Por ejemplo, concibamos la palabra “Dios”. Sería engañarnos si sólo pensamos en Dios con un significado único o con un referente objetual convencionalmente determinado, adquirido dentro del mundo empírico. En todo caso, no sólo dentro de las experiencias objetivas, sino además, en el plano subjetivo, en potencia, tuvo que ver con su emergencia. Si es así, pues, este ensayo tiene la intención de mirar a las palabras con un significado traslúcido y que se desenvuelve según los contextos proposicionales (como en el borde de una que tenga el concepto de Dios en cuenta), que se remiten, entonces, a su empleo. Para ello, se señalarán algunas lecciones de un lingüista (Derek Bickerton) y un filósofo (Ludwig Wittgenstein), de lo que deriva el apoyo para sustentar que los significados no mueren, sólo parcialmente, al encontrarse en desuso.
Siguiendo con el ejemplo de Dios, diremos primero que es poco probable que haya sido de los primeros nombre aparicientes en el razonamiento del homo sapiens. Aún así, esta creencia es debatible y no voy a defender posición alguna: lo que sí afirmaré es que los significantes primeros se desarrollaron funcionalmente (En beneficio para los intereses tribales) y, sobre todo, proto-linguísticamente. Según Bickerton, si fijamos el análisis a la dimensión no-verbal del homo sapiens (desde cuando se desarrollaban en la infancia) desde hace varias épocas, notamos que existió la intención de comunicar o justificar acciones de manera lingüística. La ausencia de una techné del lenguaje fue la causa determinante para caracterizar a los objetos del mundo (cosas, acciones, creencias, pensamientos) desde un código aún limitado. Las familias, al juntarse, no pensaron en una complejización de sus proto-lenguas, con lo cual se fueron formando, en primera instancia, lenguas criollas que tenían a la simbolización como baluarte de la evolución, hasta ese tramo, del lenguaje. Pero las frases, desde la ontogénesis, aún se mostraban con una o dos palabras: oso-grande, fuego-calor, entre otras parejas. Se carecía, por tanto, de un nivel sintáctico por el cual las emisiones de juicios suscitarían mayor dificultad en la comprensión. Es así que, a la larga, se fue ‘alimentando’ la mente humana (socialmente) de una complejidad de categorizaciones a las denominadas palabras; no obstante, cada categoría no tenía el mismo orden epistémico, es decir, orden de acceso a su conocimiento en la realidad desde la psicología humana.
Dios, evidentemente, es un término que presupone un significado que aborda muchos referentes, sean sobre todo por sus efectos (milagros, sentimientos, y aquellos terrenos que, por una mayoría religiosa, son considerados sobre-humanos). Pero la adquisición de aquel se sostiene sólo a partir de un procesamiento: la categoría Dios necesitó de otras para poder entenderse como tal. Analogando este punto con Bickerton, él sugeriría que la categoría ‘paranoia’ instancia procesos cognitivos vastos. La capacidad nuestra de categorizarla denota un desarrollo cognitivo de representación de la realidad que, dice el lingüista, son tres formas: de la superficie fenoménica a la percepción de nuestra parte, de la percepción sensorial a la clasificación (a tipo) y de la clasificación al lenguaje. Decir que ‘un hombre es paranoico’ o que ‘Dios es creador del mundo’ nos remite a un alcance de una autonomía de los conceptos y las palabras (segundo y tercer nivel) en la que existen fenómenos correlativos para su uso lingüístico, sin que sean estos los mismos referentes del significado. Se me puede objetar, empero, que en este pasaje estoy utilizando a Dios como lo entiende el panteísmo, es decir, como un concepto que se halla en todas las cosas, sobre todo, las sobrenaturales. Pero lo hago en virtud de la justificación que le sigue: las respuestas del hombre al asignar palabras de tal magnitud (“Dios”) no sólo son útiles sino que muestran su imagen especular de la realidad. El lenguaje, en efecto, tiene diacrónicamente esa condición: sus elementos a nivel semántico son hipótesis de la realidad que, eventualmente, se absolutizan – o relativizan – según la comunidad lingüística.
Una objeción puede pervertir esta idea, que proviene del lado de la pragmática, a saber, desde el segundo Ludwig Wittgenstein. Si tomamos al portador del nombre como alguien quien muere, decimos, por ejemplo, «Dios ha muerto», como el proverbio nietzscheano. Este supondría que la definición que uno pueda dar ahora es vacía, al haber perecido el sujeto (ya muerto). No obstante, se malentiende la cuestión, ya que es el concepto - según el análisis pragmático -, del cual se está comunicando o predicando algo (que ha muerto), el que explica o anuncia que sigue vigente por más que Dios verdaderamente haya muerto. Dicho en otras palabras, el empleo de “Dios” no ha muerto, sólo a lo que refiere como ser nombrado de lo real. Aunque encuentro todo esto – autorrefutándome – una complementación más que una objeción a los párrafos anteriores. Si aprender el lenguaje se adquiere en interacción para la pragmática, son necesarias, además, habilidades cognitivas que el hombre posee como especie (tales como la facultad de conceptualización sobre los objetos del mundo, o también la creatividad – recursividad para iterar frases con un mismo sentido, entre otras). El criterio para aprender se hace posible en la práctica o en la expresión de la lógica de las palabras, para darles relación e identidad con la realidad, o mejor dicho, con su simulación según el sujeto humano.
En suma, el desuso de una palabra no se vincula con la extinción de la posibilidad de utilizarla: pueden existir hablantes que no usen X ya que en su código lingüístico no se ha aprendido, y también, porque no se han referido a él, al no serles imprescindible en la comunicación social. Es como algunas tribus que no han necesitado del término metafísica, porque probablemente, en la práctica, el concepto se ha especializado en otros significantes que, en conjunto, podrían generar “metafísica” en su lengua particular. Pensamos (o deberíamos pensar), por tanto, de manera integral, sobre el sentido de cada oración. El Sr. Marlon ha muerto es distinto a que el Sr. “Marlon” ha muerto; pueden significar algo distinto que sólo la muerte del señor Marlon: cada palabra es un acceso a la profundidad (nostalgia de absoluto, concluirían algunos bloggers). Es oportuno, entonces, sostenernos en la dimensión ética a todo esto. Cada vez que se habla de muerte, el tema despierta tabúes de la sociedad (aunque también esta reflexión se somete al relativismo cultural) y los hablantes tienen cuidado, o callan, ante sus efectos. Si es sólo ese algo el que ha muerto, a ese alguien que se le puso ese nombre, ¿ha muerto el lenguaje acaso? Las combinaciones de palabras pueden generar en el peor de los casos, supersticiones filosóficas sobre la muerte de un ser (querido), pero no podemos anular la palabra si los contextos oracionales varían. Que no se me permita decir que el Sr. Marlon está muerto se atiene a que han malinterpretado mi intención, que se vuelca en un aspecto negativo según la sociedad. Pero esa es ya otra historia (cuasi-personal, o mejor dicho, de diálogo conmigo mismo como significado del nombre Marlon).